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Hasta los catorce años, dividí a la humanidad en tres categorías: las mujeres, las niñas y los ridículos.

Todas las demás diferencias me parecían anecdóticas: ricos o pobres, chinos o brasileños, amos o esclavos, guapos o feos, adultos o viejos, aquellas categorías eran importantes, sí, pero no afectaban a la esencia de los individuos.

Las mujeres eran personas indispensables. Preparaban la comida, vestían a los niños, les enseñaban a atarse los cordones de los zapatos, limpiaban, construían bebés dentro de su vientre, llevaban ropa interesante.

Los ridículos no servían para nada. Por la mañana, los ridículos mayores se marchaban al “despacho”, que era una escuela para adultos, es decir, un lugar inútil. Por la noche, se reunían con sus amigos, actividad poco honorable de la que ya he hablado anteriormente.

De hecho, los ridículos adultos seguían siendo muy parecidos a los ridículos niños, con la nada desdeñable diferencia de haber perdido el tesoro de la infancia. Pero sus funciones no cambiaban demasiado ni tampoco su físico.

En cambio, existía una inmensa diferencia entre las mujeres y las niñas pequeñas. En primer lugar, no eran del mismo sexo: una sola mirada bastaba para comprobarlo. Y luego, su papel cambiaba tremendamente con la edad: pasaba de la inutilidad de la infancia a la utilidad primordial de las mujeres, mientras que los ridículos permanecían inútiles toda la vida.

Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso.

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